PALOMA BRAVA
PROLOGO
Durante
la Edad Media, en los estados de la Reconquista española, el feudalismo se
desarrolló de forma parcial. Este era un sistema de organización económica, política
y social que estaba basado en la apropiación del excedente productivo de los
campesinos trabajadores de las tierras por parte de las clases privilegiadas.
Su origen se fundamentaba en el fraccionamiento del poder del rey y del Estado
y en el régimen señorial de explotación agraria. Sus miembros se relacionaban
por lazos de vasallaje en torno a un feudo y se estructuraban jerárquicamente
según su poderio económico.
Abierto
en principio a todos los ricos, pronto se convirtió en una casta hereditaria
con una fuerte unidad ideológica cuya base era la exaltación del honor, el
respeto a las reglas de combate y a la palabra dada y la exención del trabajo
corporal. Por medio de un feudo, un soberano o Señor concedía tierras en
usufructo , obligándose el que las recibía a guardarle fidelidad de vasallo y
prestarle ayuda, principalmente militar, por si y por sus descendientes.
La
Iglesia desempeñó un papel destacado en la justificación del feudalismo, ya que
el clero fue la otra gran clase de terrateniente.
En los siglos
XI y XII Castilla estaba feudalizada y los grandes dominios se incrementaron
convirtiéndose en Señoríos. Muerto Sancho III, en la segunda mitad del siglo
XII, ocupó el trono castellano su hijo, Alfonso VIII, un niño aún, cuya minoría
de edad estuvo dominada por las luchas de poder entre dos familias magnates,
los Lara y los Castro y sus respectivos aliados. Pocos o ninguno eran los que
podían inhibirse de estar obligados a unos u otros.
PRIMERA PARTE
EL VUELO DE LA PALOMA
I
Castilla 1164 A.D.
El
castillo de Val de Arias se alzaba como un espectacular coloso en la cima de
una loma desde la cual no llegaba a abarcarse con la vista el extenso
patrimonio de don Sancho López, señor de aquellas tierras del sur castellano. En
sus suelos fértiles crecían los cereales apuntando como doradas lanzas al cielo
y pastaban los rebaños de ovejas cuya lana cobraba fama en la Mesta por su calidad, con lo que el
comercio con otras tierras era fuente de riqueza para el señorío y sus
habitantes.
Cuatro
altas torres unidas entre si por gruesas murallas guardaban el señorío por los
cuatro puntos cardinales; en ellas hacían guardia constantemente los hombres
del duque, oteando la lejanía en previsión de algún ataque enemigo que pusiera
en peligro el feudo y a sus gentes. A los pies de la loma estaba la aldea
habitada por artesanos y comerciantes, por los siervos que cultivaban las
tenencias del señor y que no vivían en la torre del homenaje o sus aledaños.
Fuera de los muros corría un río de claras y mansas aguas jalonadas por riberas
de cantos rodados y planas losas donde las mujeres lavaban la ropa golpeándola
y frotándola con cenizas y orina para después de aclararla extenderla al sol sobre
los jarales cercanos. La corriente fluvial hacía mover perezosamente la noria
del molino en el que los cereales eran transformados en harina. Al otro lado
del puente de piedra que cruzaba el río estaban la casa y el taller donde se herraban
las bestias y se hacían los utensilios más rudimentarios para las labores del
campo, como hocinos, azadas y guadañas, ya que las armas se fabricaban en la
forja del castillo. A lo lejos, salpicaban la llanura los hogares de los
colonos que trabajaban los mansos familiares para si mismos, si bien pagaban
impuestos al señor con el excedente de sus cosechas.
Faltaba
poco para el invierno y ya el frío se hacía notar en la meseta castellana. El
cielo se hallaba cubierto por nubes cárdenas que oscurecían el paisaje y
presagiaban lluvias. El aire olía a tierra y de vez en cuando acercaban el
fuerte aroma de los rebaños que pastaban cerca de la ermita y el hedor intenso procedente
de las bestias del campamento asentado junto al río.
Aquel día
el señorío estaba de fiesta. No hacía mucho que el duque había regresado tras
batallar en la campaña junto a su señor, don Nuño Pérez de Lara, contra feudatarios
de la familia Castro. La mesnada de don Sancho compuesta por sus caballeros
feudales se hallaba descansando intramuros; aquella noche formarían parte de
una gran cena de celebración ofrecida por el duque tras la misa de agradecimiento
por la victoria en la batalla y las pocas pérdidas sufridas. Extramuros,
algunos caballeros de bajo rango y unos doscientos soldados de a pie desfogaban
todo tipo de apetitos asistidos en mayor o menor manera por quienes tenían la
capacidad para ello, bien fueran taberneros de vino aguado o rameras de poca
monta que pretendían aliviar a la soldadesca del peso de las ganancias obtenidas
en los saqueos a los cadáveres de enemigos.
Los pendones de colores amarillo
y negro adornaban la aldea y la torre como en los más señalados días de fiesta,
luciendo el escudo de Val de Arias con los símbolos del señorío: El río bajo un
puente con tres ojos que tenía una torre en un extremo, un caballo rampante en
el otro y sobre todo ello la corona de Castilla. Con motivo de la celebración llegaban
titiriteros y saltimbanquis, goliardos y juglares de renombre que recitaban
trovas populares para campesinos y gentes de la aldea, mezclándose en el
ambiente las risas alegres con la música y el alboroto propios del jolgorio
imperante. En aquel día todo sería alegre. En las cocinas de la torre giraban ciervos,
jabalíes, terneros, corderos e infinidad de piezas de caza menor embadurnados
con su propio jugo asándose a la lumbre de los hogares llenando el ambiente de
su aroma mezclado con el del pan que se cocía en los hornos.
Mientras tanto el duque se
hallaba en su aposento, bañándose en una tina de agua caliente y asistido por una
ayudante de lujo: Su propia esposa. Con una dulce sonrisa en sus finos labios y
el amor reflejado en su hermoso rostro, doña Blanca acudía solícita a los
requerimientos de su marido. La estancia estaba en la primera planta del recio
edificio, iluminada escasamente por la luz grisácea que entraba por los
ventanales. La lumbre del hogar en el que ardían gruesos troncos de haya
dibujaba sombras en los muros adornados por tapices de vivos colores que
aislaban las paredes de seco frío exterior. Al fondo de la habitación estaba la
enorme cama con colchón de borra, sábanas de lino y cobertura de pieles, como
correspondía al clase alta.
El cuerpo de don Sancho emergió
del agua se envolvió en el suave lienzo que le entregó doña Blanca. Esta
contempló con satisfacción cada forma de aquel varón que era su esposo. El aún
no contaba cuarenta años, veinte de los cuales los había pasado con ella. Era
un hombre apuesto y fuerte, de recia musculatura ejercitada en la lucha. Tenía el
pelo oscuro, los ojos castaños y de profunda mirada, la barba poblada y corta,
bien arreglada momentos antes por su amada esposa, a quien sus nervudos brazos
abarcaron para atraerla hacia sí.
-Ahora puedo abrazarte sin temor
a que me desdeñes por llevar sobre mi todo el polvo del camino.- Dijo con voz
grave antes de apoderarse con su boca de los suaves labios de doña Blanca.
Ella pasó sus manos acariciantes
alrededor de los anchos hombros masculinos y lo atrajo más cerca de ella. Sus
dedos recorrieron cada músculo de la espalda de él, regocijándose con aquel
tacto duro y caliente.
-¡Oh, señor, te he echado tanto
en falta…!- Susurró contra sus labios.- Cada vez te necesito más a mi lado.
-Ahora estoy aquí.- Musitó él
jadeando, perdiendo su mirada en lo más hondo de los ojos de ella.- La distancia
y la ausencia son duras, aún así todo ello vale la pena por gozar del regreso y
hallarte más hermosa que nunca.
Ella ladeó el rostro apartando su
mirada con cierta timidez.
-¿Puede ser hermosa una mujer que
tiene una hija casadera?
-Si esa mujer eres tú, si.-
Afirmó el duque con adoración antes de dirigir su mirada hacia el lecho.
La dama siguió con sus ojos la
dirección de aquella mirada y sonrió ampliamente dejando ver dos hileras de
nacarinos dientes al entender los pensamientos de su esposo.
-¿Olvidas el festejo, señor?-
Comentó con un hondo suspiro de gozo mientras su dedo índice se enredaba
juguetón entre los oscuros rizos de vello que cubrían el pecho de él.
-Hay tiempo de sobra, señora,-
replicó en el mismo tono, dejando caer el lienzo que cubría su cuerpo y estrechando
más su abrazo.- No empezará sin nosotros. Además, necesito hablarte de otros
asuntos.
-¿Qué asuntos?- Se interesó ella.
-Después.- Decidió él soltándola
lentamente hasta que solo sus manos quedaron prendidas.- Ven, señora.- La
invitó tirando lentamente de ella hacia el lecho.
Ella le miró por completo y se
sintió arder de pasión. Adoraba aquel cuerpo de sublime fortaleza que brillaba
satinado a la luz de las llamas. Amaba a aquel hombre desde el mismo momento en
que le conoció. Cuando su buen padre le comunicó que había apalabrado su
desposorio con don Sancho de Val de Arias, su ánimo se derrumbó. Sabía como
mujer que era que su cometido en la vida sería casarse y tener hijos, para ello
la había sido preparada por su madre, sin embargo la entristeció abandonar el
hogar que conocía y algo dentro de ella se rebeló, aunque acató los deseos de
su padre; pero lo cierto fue que el amor prendió en su pecho cuando se halló ante
el hombre más apuesto que jamás había visto. Ella apenas tenía dieciséis años
en aquel tiempo. Era hermosa y de dulce carácter, tras su frágil apariencia esbelta
y pequeñuela, se encontraba a una mujer firme, valiente, un verdadero apoyo
para su esposo, amante encendida en privado, discreta compañera en público,
respetuosa con él y una gran dama digna de su rango.
La larga ausencia del duque y la
necesidad que ambos sentían del otro fueron un impedimento para que el acto
amoroso se prolongara demasiado, aun así se saciaron por completo. Tras la
intensa entrega mutua él cayó al lado de ella dándole un largo y apasionado
beso que prometía futuros encuentros no muy lejanos en el tiempo.
-Más hermosa y más dulce de lo
que he alcanzado a imaginar en mis mejores sueños. Perdona mi premura, mujer,-suspiró
satisfecho,- no es más que el contenido deseo de tenerte.
-La excusaré si tu excusas la mía.-
Sonrió feliz Blanca.
Aún hubo algunos arrumacos y
risas más que fueron diluyéndose en besos más ligeros.
-¿Me dirás de qué querías
hablarme que era importante?
-Te lo diré.
El duque abandonó el cálido lecho
yendo a cubrir su desnudez con una larga camisola. Su esposa se incorporó
quedando sentada en el lecho y se tapó con un cobertor, aguardando paciente a
que él hablara. Sancho la miró un instante y se olvidó del asunto que quería
tratar con ella. Con sus largos cabellos lacios y claros cayendo sobre sus
hombros la mujer estaba de lo más incitadora. Tenía los labios hinchados y
encendidos por tantos besos como acababan de recibir y en sus pupilas aún
brillaba la reciente pasión compartida. El no podía evitar rendirse a ella.
Admitía que su ardor no estaba apagado por completo… o quizá empezaba a
enardecer de nuevo ante tan deliciosa imagen. Sabía que a lo largo de su vida
tenía que haber hecho algo bueno ante los ojos de Dios para ser bendecido con
aquella compañera como premio.
Ante la mirada expectante de
Blanca, el duque recordó la cuestión que quería comentar con ella y para poder
hacerlo con tranquilidad se alejó unos pasos obligándose a sobreponerse al
deseo de regresar al lecho con ella y volver a amarla. Fue hacia el enorme
hogar y apoyó el brazo en un saliente fijando sus ojos en las altas llamas que
lamían los troncos despidiendo calor.
-Convendrás conmigo, señor, en
que esta, nuestra casa guarda dos hermosas doncellas en edad interesante para
casar.-Comenzó.- Nada he de decir de nuestra hija, Elvira, pues ya lo dicen
todo de ella su encantador rostro y su dulce humanidad. Además hemos cuidado su
instrucción, domina varios idiomas hablados y escritos, sabe de filosofía y
matemáticas aparte de los deberes que como mujer le corresponden para convertirse
en una buena esposa. Tiene diecisiete años y son varias las propuestas de
matrimonio que he recibido para ella, algunas de ellas de gran relevancia.
Doña Blanca irguió su espalda y
su boca se curvó en una sonrisa que demostraba su orgullo ante aquellas
palabras.
-Lo sé. Pero te recuerdo, don
Sancho, que convinimos en dejar que ella misma escoja entre sus pretendientes
al que sea más de su gusto.
-Cierto. Yo creo que a sus
diecisiete años ya ha llegado el momento de que haga esa elección.
La dama respiró tranquila. Al
principio el aire severo que envolvió a su esposo la había inquietado; ahora
que sabía cual era el asunto importante se sintió confortada.
-Descuida.
No habrá dificultad en ello ya que su ánimo se halla predispuesto al desposorio
y me consta que cualquiera que sea el caballero de su elección ha de ser tan
feliz a su lado que no dudo que a su vez la hará dichosa. Es su natural tan
tierno y generoso que el hombre que se case con ella podrá considerarse
afortunado.
-Lo sé, por eso no he de ser yo
quien la fuerce a una unión conveniente, aunque si consideraré el poder del
elegido.- Afirmó el caballero.-En cuanto a Leonor…
La duquesa abandonó el lecho y
buscó alguna prenda con la que cubrirse; al igual que su marido, optó por la
camisola. De nuevo anidaba en ella la inquietud inicial que tanto la preocupó. Se
aproximó al fuego quedándose frente a don Sancho.
-…Sin
menospreciar a la hija de mi carne, es de dominio público que en toda Castilla
no hay belleza que iguale la de mi sobrina y mucho menos que la supere…
-Cierto,
el mismo rey Sancho al verla en la Corte hace tres años declaró que era la más
brillante beldad de su reino y aún de otros. Entonces la joven contaba con
diecisiete años, los mismos que cuenta hoy tu hija.- Comentó la señora de Val
de Arias.- Continúa, te lo ruego.
- Fue mi
hermano Lope en su lecho de muerte quien me la encomendó junto con el condado
de Salazar. La niña que aún no había cumplido siete años, quedaba huérfana pues
su madre había fallecido mucho tiempo atrás al dar a luz un hijo nonato que
tampoco se salvó.
-Pobre
criatura, la desdicha la siguió de cerca, es por eso que desde que la trajiste aquí la he querido y criado como
si fuera otra hija mía, educándola como hermana de Elvira y reprochándote tu
blandura con ella.
-Ha
cumplido diecinueve años, una edad algo avanzada para casarse…
-Estáis errado, ha cumplido
veinte. Son muchos caballeros los que la han solicitado, pero todos han sido
rechazados… y los pretendientes escasean ya, por lo que dudo que llegue a
escoger un marido. Es un pecado que tanta belleza se marchite sin que un hombre
la despose.
-No será tal.- Dijo él tajante-
Doña Leonor, así lo he decidido, tomará esposo lo antes posible. Has de saber
que le he encontrado un marido.
Los ojos de doña Blanca se
agrandaron al clavarse llenos de admiración en el conde.
-¡Has encontrado un marido para
Leonor! Que el Señor te ilumine y te ayude en el momento de comunicarle a tu
sobrina la feliz noticia.
Sancho miró de soslayo a Blanca.
Carraspeó para aclararse la voz antes de decir:
-Yo he pensado que sea a ti a
quien ilumine y ayude el Señor en tal momento.
-¿Yo?- Los ojos pardos de la dama
se achicaron y se movió inquieta por la estancia.
-¿Quién si no?- El la seguía con
la mirada.- Corresponde a la madre preparar a las hijas para el matrimonio y
hacerles saber sus obligaciones como esposas. Tu misma acabas de decir que amas
a Leonor como si fuera tu hija.
-Y así es.
Lo meditó unos instantes y
después, dejando a un lado las muchas dudas que tenía al respecto, quiso saber
del pretendiente elegido para ser Conde de Salazar.
-Es del norte del reino. De
tierra de Burgos - Fue la vaga respuesta de Sancho.
-¿Cuándo te ha pedido su mano?
El volvió a carraspear.
-En realidad…no me ha solicitado
su mano, exactamente.
-¿Qué quieres decir?
-Le he elegido como esposo para
Leonor sin contar aún con él, aunque no pongo en duda que acatará mi decisión
en cuanto se la haga saber. Para él es un matrimonio ventajoso y ello le
animará a aceptarlo si es que no le tienta la hermosura de mi sobrina, lo que
veo harto difícil y él, estoy seguro pues le he observado, es hombre joven y de
sangre ardiente.
Ella se dejó convencer por las
palabras de su marido.
-¿Quién es?- Preguntó interesada.
-El segundo hijo del conde de
Vergara.
La dama achicó los ojos
intentando ubicar al candidato. De pronto sus ojos miraron indignados al duque
y su cuerpo se crispó como su voz.
-¡El segundo hijo del señor de
Vergara!¡No lo acepto!- Exclamó.- ¡No permitiré que doña Leonor López, condesa
de Salazar, sea unida a un caballero de categoría tan desigual! Ni siquiera su
padre le ama.
-Don Diego duda de su paternidad
por un desliz que descubrió en su esposa,- aceptó don Sancho,- pero te aseguro
que no le he escogido por su rango.
-Es
evidente, puesto que es muy bajo. Como segundo hijo no tiene derecho a heredar
el Señorío y como hijo dudoso no se le concederá siquiera un pequeño feudo
porque, repito señor, su padre no le ama y eso es sabido por todos. ¿Qué
aportará al matrimonio? ¡No permitiré que mi sobrina sea desposada por él!
-Espera a conocerle. No le
rechaces tan pronto. Además, puede ser que él no desee desposarla cuando la
conozca.
-¡Si eso ocurriera el honor de tu
sobrina exigiría que le retaras y acabaras con su miserable vida! Doña Leonor desdeñada
por un…simple caballero- Se indignó ante aquella idea.
-¡No haré tal cosa! En primer
lugar porque vos, como yo, conocéis a la dama en cuestión y ambos sabemos que
no es un dulce. Mi sobrina heredó la divina belleza de su madre y el
endemoniado carácter de su padre y su abuelo.
-¿Qué pasa con el carácter de su
tío?- Espetó la señora.- Además tú tienes la culpa de que ella se haya criado a
su libre albedrío. Has sido muy permisivo con su educación.
-Le he concedido la misma que a
mi hija.
-¡A tu hija nunca se le ha
ocurrido aprender a luchar y a manejar armas! Si tu difunto hermano, Dios lo
tenga en Su Gloria, quiso iniciarla en esos menesteres, cuando él faltó y la
trajiste aquí pudimos dirigirla de forma conveniente hacia las tareas propias de
una dama, pero admite que en el fondo te enorgullece la actitud tan poco
femenina de Leonor y lejos de recriminarla, la alientas y le das vuelos.
El duque no respondió, aunque
para sus adentro aceptaba aquella afirmación. Cuando enviudó, su hermano Lope
se volcó en su heredera como en su más preciado tesoro. Le divertía prepararla para
las futuras labores ya que ella se convertiría en la señora de Salazar. Ella había
sacado el arrojo y la valentía de su familia paterna y él, que era su tío,
¿cómo no había de enorgullecerse? Claro que también maldecía cuando la muchacha
se atrevía a plantarle cara, lo que ocurría más veces de lo que cualquiera
podía desear.
-¡Está decidido mujer!- Decidió
atajar de una vez las quejas de doña Blanca.- He ordenado que se comunique a
don Juan de Vergara mi deseo de que esta noche asista a la cena y se siente en
mi mesa. Yo veré el momento propicio de hablarle. Y si se niega a desposar a
Leonor no le retaré a no ser que insistas en quedarte viuda.- Se calmó algo, aunque
al momento añadió con vehemente admiración:- ¡En toda mi vida he visto un
guerrero mas bravo y fuerte que él! Ha luchado a mi lado en las dos ultimas
batallas contra los Castro y con mis propios ojos le he visto a él solo mandar al
infierno más enemigos que diez caballeros juntos. No…no necesita honores de su
padre, él mismo ganará los suyos…y no dudes que con él el señorío de mi sobrina
estará tan seguro como lo estuvo con mi hermano. Mas pronto que tarde igualará
el rango de su esposa.
-¡No me importa! ¡No es digno de
ella!
-¡Yo digo que si lo es y que se
casarán!
La señora volvió a sus paseos por
la estancia y después se plantó ante su marido mirándole con fijeza.
-¿Acaso quieres que tu sobrina
piense que hemos sido arbitrarios al elegirle un marido? Pensará que no la
amamos al rebajarla de esta manera; mientras a su prima le permitimos que elija
un esposo, a ella la forzamos a unirse a un caballero inferior. ¿Qué crees que
pensará Leonor?
-Ha tenido muchas ocasiones para
elegir a su gusto y, como bien has dicho, las ha rechazado todas. Ahora
decidiré yo.
Todos los intentos de doña Blanca
para convencer al duque resultaron infructuosos. Él, sin mover un solo músculo,
continuó junto a la chimenea y se obstinó en guardar silencio mirando las llamas
mientras su frente se plegaba cada vez más hasta casi unir sus cejas por encima
de la nariz.
-…Nos repudiará…
-¡Basta!- Exclamó cuando se cansó
de oír las incesantes quejas de Blanca.- ¿No he dicho ya lo que ha de hacerse?
-No lo aceptará.
-Lo hará. ¡Y si no me obedece,
que el diablo se la lleve!¡No toleraré insubordinación alguna, ni de ella, ni
de vos, señora!- Dijo con voz fría y pétrea distanciando el trato a su mujer
para demostrar lo enfadado que estaba.- ¡Id en este momento a vuestras
dependencias y hablad con ambas damas haciéndoles saber que he de ser muy
severo con su desobediencia!
Doña Blanca apretó los dientes
pero obedeció la orden de su esposo. Se vistió con prisa y fue a su aposento
controlando su furia. ¡Hombres!...Don Sancho creía conocer a su sobrina. Estaba
muy equivocado. Leonor de Salazar nunca aceptaría aquella unión. Antes se
dejaría matar. Estaba segura. Ya le resultaría difícil convencerla simplemente
de que debía casarse, así que sería imposible amigarla con la idea de un matrimonio
inferior. Aun en el improbable caso que accediera, ¿cómo podría respetar a un
esposo de menor rango? El jamás lograría someterla y serían muy desgraciados
ambos. Aunque él fuera el más bravo guerrero, no podría trasladar al hogar el
campo de batalla; Leonor acabaría por imponerse haciendo valer su más alta
estirpe y su noble sangre, sacaría su indomable carácter hasta vencerle y una
vez esto ocurriera llegaría a despreciarle. ¡Qué lamentable error iban a
cometer! Sin embargo el duque lo ordenaba y así se haría.
Mandó recado con una criada para
que acudieran a su presencia las dos jóvenes. Mientras aguardaba, Blanca se
paseó por la estancia meditando su plan de ataque. Sabía que no tendría
problema alguno con Elvira. Su hija aceptaría sumisa una simple sugerencias, cuanto
más una orden. Pero su sobrina…Decidió tratarla de forma distante y ruda, quizá
eso le advirtiera de la conveniencia de obedecer. Hablaría con rigor y en vez
de aconsejar o rogar, exigiría sin dejar lugar a réplica. Con todo esto y un
poco de suerte…quizá…
En cuanto la puerta empezó a
ceder, la madre se estiró convirtiéndose en la duquesa y adoptando aire de
superioridad. Arregló la falda de su vestido verde con la pechera blanca y
endureció la mirada de sus ojos.
-¿Me habéis mandado llamar,
madre?- Oyó a su espalda la suave voz de Elvira.
-Así es. Pasad.- Dijo secamente.
La joven se adentró en el
aposento. Era una muchacha de endeble figura, muy similar a la de su madre.
Tenía el largo cabello castaño claro sujeto con una diadema de terciopelo de
color ocre adornada con una hilera de perlas igual que su vestido de corte
sencillo y discreto escote que resaltaba las suaves formas de su cuerpo. Caminó
resuelta hacia su madre con la espalda erguida y la cabeza digna. Tenía la
frente ancha y despejada, los labios rosados, los ojos de color pardo y la
naricilla pequeñuela.
Doña Blanca la miró con
satisfacción. Quizá su hija carecía de la extraordinaria belleza de Leonor,
pero era sumamente más dócil y menos problemática. De pronto la satisfacción de
la señora se deshizo en el aire. Parpadeó al no ver a una segunda persona con
su hija.
-¿Dónde está tu prima?- Preguntó
severa.- Os he requerido a las dos. ¿por qué no ha venido?
El angelical rostro de la
muchacha se tiñó de color rojo y su mirada parda descendió al suelo sin osar
enfrentar la mirada de su madre.
-¿Mi prima, señora?
-Si, tu prima. Doña Leonor, esa
joven algo mayor que tú a la que idolatras y que vive aquí desde que tu padre
la trajo desde Salazar.-Ironizó la dama adivinando que el tinte ruboroso que
había en el rostro de su hija la delataba como cómplice de la otra.
-Pues mi prima…no ha venido
conmigo.
-Eso ya lo veo. Lo que quiero
saber es por qué no se ha dignado a venir si la he llamado.
-Ella…no se halla en su aposento
por lo que ignora que la habéis llamado.
Blanca aspiró aire profundamente.
-¿Me estás tomando por necia?-
Comenzaba a enfadarse de verdad- ¿Dónde está Leonor?
-Yo…lo ignoro, señora.- Elvira continuó sin alzar su mirada.
La dama emitió un suspiro de
fastidio y decidió no coaccionar a su hija pese a estar segura de que ésta
sabía mucho más de lo que decía.
-Está bien. Más tarde hablaré con
ella. Pasa y siéntate, hija mía; he de hablarte de un asunto de importancia
para ti.
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