PALOMA BRAVA


PROLOGO

 

              Durante la Edad Media, en los estados de la Reconquista española, el feudalismo se desarrolló de forma parcial. Este era un sistema de organización económica, política y social que estaba basado en la apropiación del excedente productivo de los campesinos trabajadores de las tierras por parte de las clases privilegiadas. Su origen se fundamentaba en el  fraccionamiento del poder del rey y del Estado y en el régimen señorial de explotación agraria. Sus miembros se relacionaban por lazos de vasallaje en torno a un feudo y se estructuraban jerárquicamente según su poderio económico.

              Abierto en principio a todos los ricos, pronto se convirtió en una casta hereditaria con una fuerte unidad ideológica cuya base era la exaltación del honor, el respeto a las reglas de combate y a la palabra dada y la exención del trabajo corporal. Por medio de un feudo, un soberano o Señor concedía tierras en usufructo , obligándose el que las recibía a guardarle fidelidad de vasallo y prestarle ayuda, principalmente militar, por si y por sus descendientes.  

              La Iglesia desempeñó un papel destacado en la justificación del feudalismo, ya que el clero fue la otra gran clase de terrateniente.

              En los siglos XI y XII Castilla estaba feudalizada y los grandes dominios se incrementaron convirtiéndose en Señoríos. Muerto Sancho III, en la segunda mitad del siglo XII, ocupó el trono castellano su hijo, Alfonso VIII, un niño aún, cuya minoría de edad estuvo dominada por las luchas de poder entre dos familias magnates, los Lara y los Castro y sus respectivos aliados. Pocos o ninguno eran los que podían inhibirse de estar obligados a unos u otros.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                          PRIMERA PARTE

 

 

                                       EL VUELO DE LA PALOMA

 

 

 

 

 

 

 

                             

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                    I

 

                                                                      Castilla 1164 A.D.

 

              El castillo de Val de Arias se alzaba como un espectacular coloso en la cima de una loma desde la cual no llegaba a abarcarse con la vista el extenso patrimonio de don Sancho López, señor de aquellas tierras del sur castellano. En sus suelos fértiles crecían los cereales apuntando como doradas lanzas al cielo y pastaban los rebaños de ovejas cuya lana cobraba  fama en la Mesta por su calidad, con lo que el comercio con otras tierras era fuente de riqueza para el señorío y sus habitantes.

              Cuatro altas torres unidas entre si por gruesas murallas guardaban el señorío por los cuatro puntos cardinales; en ellas hacían guardia constantemente los hombres del duque, oteando la lejanía en previsión de algún ataque enemigo que pusiera en peligro el feudo y a sus gentes. A los pies de la loma estaba la aldea habitada por artesanos y comerciantes, por los siervos que cultivaban las tenencias del señor y que no vivían en la torre del homenaje o sus aledaños. Fuera de los muros corría un río de claras y mansas aguas jalonadas por riberas de cantos rodados y planas losas donde las mujeres lavaban la ropa golpeándola y frotándola con cenizas y orina para después de aclararla extenderla al sol sobre los jarales cercanos. La corriente fluvial hacía mover perezosamente la noria del molino en el que los cereales eran transformados en harina. Al otro lado del puente de piedra que cruzaba el río estaban la casa y el taller donde se herraban las bestias y se hacían los utensilios más rudimentarios para las labores del campo, como hocinos, azadas y guadañas, ya que las armas se fabricaban en la forja del castillo. A lo lejos, salpicaban la llanura los hogares de los colonos que trabajaban los mansos familiares para si mismos, si bien pagaban impuestos al señor con el excedente de sus cosechas.

              Faltaba poco para el invierno y ya el frío se hacía notar en la meseta castellana. El cielo se hallaba cubierto por nubes cárdenas que oscurecían el paisaje y presagiaban lluvias. El aire olía a tierra y de vez en cuando acercaban el fuerte aroma de los rebaños que pastaban cerca de la ermita y el hedor intenso procedente de las bestias del campamento asentado junto al río.

              Aquel día el señorío estaba de fiesta. No hacía mucho que el duque había regresado tras batallar en la campaña junto a su señor, don Nuño Pérez de Lara, contra feudatarios de la familia Castro. La mesnada de don Sancho compuesta por sus caballeros feudales se hallaba descansando intramuros; aquella noche formarían parte de una gran cena de celebración ofrecida por el duque tras la misa de agradecimiento por la victoria en la batalla y las pocas pérdidas sufridas. Extramuros, algunos caballeros de bajo rango y unos doscientos soldados de a pie desfogaban todo tipo de apetitos asistidos en mayor o menor manera por quienes tenían la capacidad para ello, bien fueran taberneros de vino aguado o rameras de poca monta que pretendían aliviar a la soldadesca del peso de las ganancias obtenidas en los saqueos a los cadáveres de enemigos.

 

Los pendones de colores amarillo y negro adornaban la aldea y la torre como en los más señalados días de fiesta, luciendo el escudo de Val de Arias con los símbolos del señorío: El río bajo un puente con tres ojos que tenía una torre en un extremo, un caballo rampante en el otro y sobre todo ello la corona de Castilla. Con motivo de la celebración llegaban titiriteros y saltimbanquis, goliardos y juglares de renombre que recitaban trovas populares para campesinos y gentes de la aldea, mezclándose en el ambiente las risas alegres con la música y el alboroto propios del jolgorio imperante. En aquel día todo sería alegre. En las cocinas de la torre giraban ciervos, jabalíes, terneros, corderos e infinidad de piezas de caza menor embadurnados con su propio jugo asándose a la lumbre de los hogares llenando el ambiente de su aroma mezclado con el del pan que se cocía en los hornos.

Mientras tanto el duque se hallaba en su aposento, bañándose en una tina de agua caliente y asistido por una ayudante de lujo: Su propia esposa. Con una dulce sonrisa en sus finos labios y el amor reflejado en su hermoso rostro, doña Blanca acudía solícita a los requerimientos de su marido. La estancia estaba en la primera planta del recio edificio, iluminada escasamente por la luz grisácea que entraba por los ventanales. La lumbre del hogar en el que ardían gruesos troncos de haya dibujaba sombras en los muros adornados por tapices de vivos colores que aislaban las paredes de seco frío exterior. Al fondo de la habitación estaba la enorme cama con colchón de borra, sábanas de lino y cobertura de pieles, como correspondía al clase alta.

El cuerpo de don Sancho emergió del agua se envolvió en el suave lienzo que le entregó doña Blanca. Esta contempló con satisfacción cada forma de aquel varón que era su esposo. El aún no contaba cuarenta años, veinte de los cuales los había pasado con ella. Era un hombre apuesto y fuerte, de recia musculatura ejercitada en la lucha. Tenía el pelo oscuro, los ojos castaños y de profunda mirada, la barba poblada y corta, bien arreglada momentos antes por su amada esposa, a quien sus nervudos brazos abarcaron para atraerla hacia sí.

-Ahora puedo abrazarte sin temor a que me desdeñes por llevar sobre mi todo el polvo del camino.- Dijo con voz grave antes de apoderarse con su boca de los suaves labios de doña Blanca.

Ella pasó sus manos acariciantes alrededor de los anchos hombros masculinos y lo atrajo más cerca de ella. Sus dedos recorrieron cada músculo de la espalda de él, regocijándose con aquel tacto duro y caliente.

-¡Oh, señor, te he echado tanto en falta…!- Susurró contra sus labios.- Cada vez te necesito más a mi lado.

-Ahora estoy aquí.- Musitó él jadeando, perdiendo su mirada en lo más hondo de los ojos de ella.- La distancia y la ausencia son duras, aún así todo ello vale la pena por gozar del regreso y hallarte más hermosa que nunca.

Ella ladeó el rostro apartando su mirada con cierta timidez.

-¿Puede ser hermosa una mujer que tiene una hija casadera?

-Si esa mujer eres tú, si.- Afirmó el duque con adoración antes de dirigir su mirada hacia el lecho.

La dama siguió con sus ojos la dirección de aquella mirada y sonrió ampliamente dejando ver dos hileras de nacarinos dientes al entender los pensamientos de su esposo.

-¿Olvidas el festejo, señor?- Comentó con un hondo suspiro de gozo mientras su dedo índice se enredaba juguetón entre los oscuros rizos de vello que cubrían el pecho de él.

-Hay tiempo de sobra, señora,- replicó en el mismo tono, dejando caer el lienzo que cubría su cuerpo y estrechando más su abrazo.- No empezará sin nosotros. Además, necesito hablarte de otros asuntos.

-¿Qué asuntos?- Se interesó ella.

-Después.- Decidió él soltándola lentamente hasta que solo sus manos quedaron prendidas.- Ven, señora.- La invitó tirando lentamente de ella hacia el lecho.

Ella le miró por completo y se sintió arder de pasión. Adoraba aquel cuerpo de sublime fortaleza que brillaba satinado a la luz de las llamas. Amaba a aquel hombre desde el mismo momento en que le conoció. Cuando su buen padre le comunicó que había apalabrado su desposorio con don Sancho de Val de Arias, su ánimo se derrumbó. Sabía como mujer que era que su cometido en la vida sería casarse y tener hijos, para ello la había sido preparada por su madre, sin embargo la entristeció abandonar el hogar que conocía y algo dentro de ella se rebeló, aunque acató los deseos de su padre; pero lo cierto fue que el amor prendió en su pecho cuando se halló ante el hombre más apuesto que jamás había visto. Ella apenas tenía dieciséis años en aquel tiempo. Era hermosa y de dulce carácter, tras su frágil apariencia esbelta y pequeñuela, se encontraba a una mujer firme, valiente, un verdadero apoyo para su esposo, amante encendida en privado, discreta compañera en público, respetuosa con él y una gran dama digna de su rango.

La larga ausencia del duque y la necesidad que ambos sentían del otro fueron un impedimento para que el acto amoroso se prolongara demasiado, aun así se saciaron por completo. Tras la intensa entrega mutua él cayó al lado de ella dándole un largo y apasionado beso que prometía futuros encuentros no muy lejanos en el tiempo.

-Más hermosa y más dulce de lo que he alcanzado a imaginar en mis mejores sueños. Perdona mi premura, mujer,-suspiró satisfecho,- no es más que el contenido deseo de tenerte.

-La excusaré si tu excusas la mía.- Sonrió feliz Blanca.

Aún hubo algunos arrumacos y risas más que fueron diluyéndose en besos más ligeros.

-¿Me dirás de qué querías hablarme que era importante?

-Te lo diré.

El duque abandonó el cálido lecho yendo a cubrir su desnudez con una larga camisola. Su esposa se incorporó quedando sentada en el lecho y se tapó con un cobertor, aguardando paciente a que él hablara. Sancho la miró un instante y se olvidó del asunto que quería tratar con ella. Con sus largos cabellos lacios y claros cayendo sobre sus hombros la mujer estaba de lo más incitadora. Tenía los labios hinchados y encendidos por tantos besos como acababan de recibir y en sus pupilas aún brillaba la reciente pasión compartida. El no podía evitar rendirse a ella. Admitía que su ardor no estaba apagado por completo… o quizá empezaba a enardecer de nuevo ante tan deliciosa imagen. Sabía que a lo largo de su vida tenía que haber hecho algo bueno ante los ojos de Dios para ser bendecido con aquella compañera como premio.

Ante la mirada expectante de Blanca, el duque recordó la cuestión que quería comentar con ella y para poder hacerlo con tranquilidad se alejó unos pasos obligándose a sobreponerse al deseo de regresar al lecho con ella y volver a amarla. Fue hacia el enorme hogar y apoyó el brazo en un saliente fijando sus ojos en las altas llamas que lamían los troncos despidiendo calor.

-Convendrás conmigo, señor, en que esta, nuestra casa guarda dos hermosas doncellas en edad interesante para casar.-Comenzó.- Nada he de decir de nuestra hija, Elvira, pues ya lo dicen todo de ella su encantador rostro y su dulce humanidad. Además hemos cuidado su instrucción, domina varios idiomas hablados y escritos, sabe de filosofía y matemáticas aparte de los deberes que como mujer le corresponden para convertirse en una buena esposa. Tiene diecisiete años y son varias las propuestas de matrimonio que he recibido para ella, algunas de ellas de gran relevancia.

Doña Blanca irguió su espalda y su boca se curvó en una sonrisa que demostraba su orgullo ante aquellas palabras.

-Lo sé. Pero te recuerdo, don Sancho, que convinimos en dejar que ella misma escoja entre sus pretendientes al que sea más de su gusto.

-Cierto. Yo creo que a sus diecisiete años ya ha llegado el momento de que haga esa elección.

La dama respiró tranquila. Al principio el aire severo que envolvió a su esposo la había inquietado; ahora que sabía cual era el asunto importante se sintió confortada.

              -Descuida. No habrá dificultad en ello ya que su ánimo se halla predispuesto al desposorio y me consta que cualquiera que sea el caballero de su elección ha de ser tan feliz a su lado que no dudo que a su vez la hará dichosa. Es su natural tan tierno y generoso que el hombre que se case con ella podrá considerarse afortunado.

-Lo sé, por eso no he de ser yo quien la fuerce a una unión conveniente, aunque si consideraré el poder del elegido.- Afirmó el caballero.-En cuanto a Leonor…

La duquesa abandonó el lecho y buscó alguna prenda con la que cubrirse; al igual que su marido, optó por la camisola. De nuevo anidaba en ella la inquietud inicial que tanto la preocupó. Se aproximó al fuego quedándose frente a don Sancho.

              -…Sin menospreciar a la hija de mi carne, es de dominio público que en toda Castilla no hay belleza que iguale la de mi sobrina y mucho menos que la supere…

              -Cierto, el mismo rey Sancho al verla en la Corte hace tres años declaró que era la más brillante beldad de su reino y aún de otros. Entonces la joven contaba con diecisiete años, los mismos que cuenta hoy tu hija.- Comentó la señora de Val de Arias.- Continúa, te lo ruego.

              - Fue mi hermano Lope en su lecho de muerte quien me la encomendó junto con el condado de Salazar. La niña que aún no había cumplido siete años, quedaba huérfana pues su madre había fallecido mucho tiempo atrás al dar a luz un hijo nonato que tampoco se salvó.

              -Pobre criatura, la desdicha la siguió de cerca, es por eso que desde que  la trajiste aquí la he querido y criado como si fuera otra hija mía, educándola como hermana de Elvira y reprochándote tu blandura con ella.

              -Ha cumplido diecinueve años, una edad algo avanzada para casarse…

 

-Estáis errado, ha cumplido veinte. Son muchos caballeros los que la han solicitado, pero todos han sido rechazados… y los pretendientes escasean ya, por lo que dudo que llegue a escoger un marido. Es un pecado que tanta belleza se marchite sin que un hombre la despose.

-No será tal.- Dijo él tajante- Doña Leonor, así lo he decidido, tomará esposo lo antes posible. Has de saber que le he encontrado un marido.

Los ojos de doña Blanca se agrandaron al clavarse llenos de admiración en el conde.

-¡Has encontrado un marido para Leonor! Que el Señor te ilumine y te ayude en el momento de comunicarle a tu sobrina la feliz noticia.

Sancho miró de soslayo a Blanca. Carraspeó para aclararse la voz antes de decir:

-Yo he pensado que sea a ti a quien ilumine y ayude el Señor en tal momento.

-¿Yo?- Los ojos pardos de la dama se achicaron y se movió inquieta por la estancia.

-¿Quién si no?- El la seguía con la mirada.- Corresponde a la madre preparar a las hijas para el matrimonio y hacerles saber sus obligaciones como esposas. Tu misma acabas de decir que amas a Leonor como si fuera tu hija.

-Y así es.

Lo meditó unos instantes y después, dejando a un lado las muchas dudas que tenía al respecto, quiso saber del pretendiente elegido para ser Conde de Salazar.

-Es del norte del reino. De tierra de Burgos - Fue la vaga respuesta de Sancho.

-¿Cuándo te ha pedido su mano?

El volvió a carraspear.

-En realidad…no me ha solicitado su mano, exactamente.

-¿Qué quieres decir?

-Le he elegido como esposo para Leonor sin contar aún con él, aunque no pongo en duda que acatará mi decisión en cuanto se la haga saber. Para él es un matrimonio ventajoso y ello le animará a aceptarlo si es que no le tienta la hermosura de mi sobrina, lo que veo harto difícil y él, estoy seguro pues le he observado, es hombre joven y de sangre ardiente.

Ella se dejó convencer por las palabras de su marido.

-¿Quién es?- Preguntó interesada.

-El segundo hijo del conde de Vergara.

La dama achicó los ojos intentando ubicar al candidato. De pronto sus ojos miraron indignados al duque y su cuerpo se crispó como su voz.

-¡El segundo hijo del señor de Vergara!¡No lo acepto!- Exclamó.- ¡No permitiré que doña Leonor López, condesa de Salazar, sea unida a un caballero de categoría tan desigual! Ni siquiera su padre le ama.

-Don Diego duda de su paternidad por un desliz que descubrió en su esposa,- aceptó don Sancho,- pero te aseguro que no le he escogido por su rango.

  -Es evidente, puesto que es muy bajo. Como segundo hijo no tiene derecho a heredar el Señorío y como hijo dudoso no se le concederá siquiera un pequeño feudo porque, repito señor, su padre no le ama y eso es sabido por todos. ¿Qué aportará al matrimonio? ¡No permitiré que mi sobrina sea desposada por él!

-Espera a conocerle. No le rechaces tan pronto. Además, puede ser que él no desee desposarla cuando la conozca.

-¡Si eso ocurriera el honor de tu sobrina exigiría que le retaras y acabaras con su miserable vida! Doña Leonor desdeñada por un…simple caballero- Se indignó ante aquella idea.

-¡No haré tal cosa! En primer lugar porque vos, como yo, conocéis a la dama en cuestión y ambos sabemos que no es un dulce. Mi sobrina heredó la divina belleza de su madre y el endemoniado carácter de su padre y su abuelo.

-¿Qué pasa con el carácter de su tío?- Espetó la señora.- Además tú tienes la culpa de que ella se haya criado a su libre albedrío. Has sido muy permisivo con su educación.

-Le he concedido la misma que a mi hija.

-¡A tu hija nunca se le ha ocurrido aprender a luchar y a manejar armas! Si tu difunto hermano, Dios lo tenga en Su Gloria, quiso iniciarla en esos menesteres, cuando él faltó y la trajiste aquí pudimos dirigirla de forma conveniente hacia las tareas propias de una dama, pero admite que en el fondo te enorgullece la actitud tan poco femenina de Leonor y lejos de recriminarla, la alientas y le das vuelos.

El duque no respondió, aunque para sus adentro aceptaba aquella afirmación. Cuando enviudó, su hermano Lope se volcó en su heredera como en su más preciado tesoro. Le divertía prepararla para las futuras labores ya que ella se convertiría en la señora de Salazar. Ella había sacado el arrojo y la valentía de su familia paterna y él, que era su tío, ¿cómo no había de enorgullecerse? Claro que también maldecía cuando la muchacha se atrevía a plantarle cara, lo que ocurría más veces de lo que cualquiera podía desear.

-¡Está decidido mujer!- Decidió atajar de una vez las quejas de doña Blanca.- He ordenado que se comunique a don Juan de Vergara mi deseo de que esta noche asista a la cena y se siente en mi mesa. Yo veré el momento propicio de hablarle. Y si se niega a desposar a Leonor no le retaré a no ser que insistas en quedarte viuda.- Se calmó algo, aunque al momento añadió con vehemente admiración:- ¡En toda mi vida he visto un guerrero mas bravo y fuerte que él! Ha luchado a mi lado en las dos ultimas batallas contra los Castro y con mis propios ojos le he visto a él solo mandar al infierno más enemigos que diez caballeros juntos. No…no necesita honores de su padre, él mismo ganará los suyos…y no dudes que con él el señorío de mi sobrina estará tan seguro como lo estuvo con mi hermano. Mas pronto que tarde igualará el rango de su esposa.

-¡No me importa! ¡No es digno de ella!

-¡Yo digo que si lo es y que se casarán!

La señora volvió a sus paseos por la estancia y después se plantó ante su marido mirándole con fijeza.

-¿Acaso quieres que tu sobrina piense que hemos sido arbitrarios al elegirle un marido? Pensará que no la amamos al rebajarla de esta manera; mientras a su prima le permitimos que elija un esposo, a ella la forzamos a unirse a un caballero inferior. ¿Qué crees que pensará Leonor?

-Ha tenido muchas ocasiones para elegir a su gusto y, como bien has dicho, las ha rechazado todas. Ahora decidiré yo.

Todos los intentos de doña Blanca para convencer al duque resultaron infructuosos. Él, sin mover un solo músculo, continuó junto a la chimenea y se obstinó en guardar silencio mirando las llamas mientras su frente se plegaba cada vez más hasta casi unir sus cejas por encima de la nariz.

-…Nos repudiará…

-¡Basta!- Exclamó cuando se cansó de oír las incesantes quejas de Blanca.- ¿No he dicho ya lo que ha de hacerse?

-No lo aceptará.

-Lo hará. ¡Y si no me obedece, que el diablo se la lleve!¡No toleraré insubordinación alguna, ni de ella, ni de vos, señora!- Dijo con voz fría y pétrea distanciando el trato a su mujer para demostrar lo enfadado que estaba.- ¡Id en este momento a vuestras dependencias y hablad con ambas damas haciéndoles saber que he de ser muy severo con su desobediencia!

Doña Blanca apretó los dientes pero obedeció la orden de su esposo. Se vistió con prisa y fue a su aposento controlando su furia. ¡Hombres!...Don Sancho creía conocer a su sobrina. Estaba muy equivocado. Leonor de Salazar nunca aceptaría aquella unión. Antes se dejaría matar. Estaba segura. Ya le resultaría difícil convencerla simplemente de que debía casarse, así que sería imposible amigarla con la idea de un matrimonio inferior. Aun en el improbable caso que accediera, ¿cómo podría respetar a un esposo de menor rango? El jamás lograría someterla y serían muy desgraciados ambos. Aunque él fuera el más bravo guerrero, no podría trasladar al hogar el campo de batalla; Leonor acabaría por imponerse haciendo valer su más alta estirpe y su noble sangre, sacaría su indomable carácter hasta vencerle y una vez esto ocurriera llegaría a despreciarle. ¡Qué lamentable error iban a cometer! Sin embargo el duque lo ordenaba y así se haría.

Mandó recado con una criada para que acudieran a su presencia las dos jóvenes. Mientras aguardaba, Blanca se paseó por la estancia meditando su plan de ataque. Sabía que no tendría problema alguno con Elvira. Su hija aceptaría sumisa una simple sugerencias, cuanto más una orden. Pero su sobrina…Decidió tratarla de forma distante y ruda, quizá eso le advirtiera de la conveniencia de obedecer. Hablaría con rigor y en vez de aconsejar o rogar, exigiría sin dejar lugar a réplica. Con todo esto y un poco de suerte…quizá…

En cuanto la puerta empezó a ceder, la madre se estiró convirtiéndose en la duquesa y adoptando aire de superioridad. Arregló la falda de su vestido verde con la pechera blanca y endureció la mirada de sus ojos.

-¿Me habéis mandado llamar, madre?- Oyó a su espalda la suave voz de Elvira.

-Así es. Pasad.- Dijo secamente.

La joven se adentró en el aposento. Era una muchacha de endeble figura, muy similar a la de su madre. Tenía el largo cabello castaño claro sujeto con una diadema de terciopelo de color ocre adornada con una hilera de perlas igual que su vestido de corte sencillo y discreto escote que resaltaba las suaves formas de su cuerpo. Caminó resuelta hacia su madre con la espalda erguida y la cabeza digna. Tenía la frente ancha y despejada, los labios rosados, los ojos de color pardo y la naricilla pequeñuela.

Doña Blanca la miró con satisfacción. Quizá su hija carecía de la extraordinaria belleza de Leonor, pero era sumamente más dócil y menos problemática. De pronto la satisfacción de la señora se deshizo en el aire. Parpadeó al no ver a una segunda persona con su hija.

-¿Dónde está tu prima?- Preguntó severa.- Os he requerido a las dos. ¿por qué no ha venido?

El angelical rostro de la muchacha se tiñó de color rojo y su mirada parda descendió al suelo sin osar enfrentar la mirada de su madre.

-¿Mi prima, señora?

-Si, tu prima. Doña Leonor, esa joven algo mayor que tú a la que idolatras y que vive aquí desde que tu padre la trajo desde Salazar.-Ironizó la dama adivinando que el tinte ruboroso que había en el rostro de su hija la delataba como cómplice de la otra.

-Pues mi prima…no ha venido conmigo.

-Eso ya lo veo. Lo que quiero saber es por qué no se ha dignado a venir si la he llamado.

-Ella…no se halla en su aposento por lo que ignora que la habéis llamado.

Blanca aspiró aire profundamente.

-¿Me estás tomando por necia?- Comenzaba a enfadarse de verdad- ¿Dónde está Leonor?

-Yo…lo ignoro, señora.-  Elvira continuó sin alzar su mirada.

La dama emitió un suspiro de fastidio y decidió no coaccionar a su hija pese a estar segura de que ésta sabía mucho más de lo que decía.

-Está bien. Más tarde hablaré con ella. Pasa y siéntate, hija mía; he de hablarte de un asunto de importancia para ti.               

 

 

 

 

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